11 enero, 2009

Y todo lo demás del Arte es confusión...

Hace algo más de un año seguimos el curso que impartió el profesor Jordi Gayà sobre la Ars Magna de Ramon Llull. Y hoy acaban de clausurar la exposición Ramón Llull. Historia, pensamiento y leyenda organizada por la Fundación «La Caixa» de Palma.
Ni el mejor curso ni la mejor exposición imaginables darían una visión completa de un figura y una obra tan inmensas. Ciertamente, acercarse a Llull es meterse en un auténtico laberinto de ideas, palabras, imágenes, filosofía poesía, teología, lógica... Así, el aspecto impenetrable que presenta Llull al profano ha dado lugar a todo tipo de actitudes reverenciales que, en ocasiones, pueden caer en el ridículo. Otros autores han creído dar con la clave de su pensamiento y se han atrevido a simplificarlo, por no mencionar la mixtificación alquimista a la que ha sido largamente sometida su obra. Nosotros queremos dejar aquí una muestra de uno de estos lulistas osados que quisieron beneficiar a la humanidad ahorrándole la lectura de la obra luliana por el procedimiento de resumirla hasta no poder más.

Se trata del carmelita cordobés fray Agustín Núñez Delgadillo, que publicó en 1622 un librillo frecuentemente citado pero que hasta ahora no había salido, que sepamos, a la luz pública de Internet.

El rostro de nuestro fray Agustín puede verse en el Libro de Descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, de Francisco Pacheco. Aquí leemos también que nació en Cabra en 1570 y era pariente en tercer grado de Santa Teresa de Jesús. Estudió en Granada Gramática y Retórica, y Teología en Granada, Sevilla y Osuna. Muy joven empezó una triunfal carrera en el púlpito que acabaría llevándole al cargo de predicador real de Felipe III junto a nombres como Jerónimo de Florencia, Cristóbal de Fonseca o Pedro de Valderrama. Tras encarecernos sus capacidades como teólogo, nos cuenta Pacheco que «fue el que entendió más bien a Raimundo Lulio porque tuvo mui sutil i profundo ingenio». Murió el 28 de julio de 1631 y las gentes acudieron en tropel a ver sus restos. Pacheco añade un punto hagiográfico: «lo de menos fue tocarle Rosarios, hizieron pedaços sus Ábitos, arrancáronle los cabellos; no fue lo más estar tratable como vivo, pues le enxugavan el sudor que de su rostro corría...»
Otros contemporáneos no le dedican tan buenas palabras. A Lope de Vega, por ejemplo, le irritaba en este soneto la oratoria gongorizante que había asaltado los templos:

¡Oh palabra de Dios, cuánta ventaja
Hicieron con sus puras elocuencias
Herreras, Delgadillos y Florencias
a la cultura que tu nombre ultraja!
Ya no eres fuego que del cielo baja,
Mas hielo a nuestras almas y conciencias,
Después que metafóricas violencias
Te venden como nieve envuelta en paja.
¿Quién dijera que Góngora y Elías
Al púlpito subieran como hermanos
Y predicaran bárbaras poesías?
¡Dejad, oh padres, los conceptos vanos!
Que Dios no ha menester filaterías,
Sino celo en la voz, fuego en las manos.
(Sonetos. Ed. de Ramón García González)
Pues bien, quien tenga unos minutos libres puede leer ahora los 12 folios en cuarto de la Breve y fácil declaración del artificio luliano, provechosa para todas facultades (Alcalá de Henares: Juan Gracián, 1622 –pdf 3Mb–). Miles de páginas, esfuerzos y diagramas lulianos convertidos casi en un suspiro... Y el caso es que no deja de ser una quintaesencia bastante aceptable del mecanismo de la Ars del Doctor Iluminado, siempre y cuando no nos creamos la orgullosa declaración con que cierra el último párrafo del tratado: «Con esto queda entendido el artificio del arte, y su prouecho, y vniuersalidad, más que con quantos comentos han salido, y todo lo demás del arte es confusión, y nada dize de más provecho». Pero hasta fray Agustín acaba echando el freno e incita a que alguien le pague la edición de un «comentillo» ulterior que ya debe tener preparado: «Con todo, quien quisiere imprimir a su costa un Comentillo, yo lo daré. En el ínterin, lee con atención este papel, y verás el efecto y prouecho, que es increyble».

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