|
Los azotes de Sancho (II.71)
R. Golding por dibujo de Robert Smirke (1752 – 1845)
Penitencia de don Quijote en Sierra Morena (I.25)
Francis Englehart por dibujo de Robert Smirke.
En este episodio, don Quijote no actúa en absoluto «tibia y
flojamente», pues a la observación de Sancho sobre la ausencia de
motivos para tal penitencia, contesta: «Ahí está el punto —respondió
don Quijote— y ésa es la fineza de mi negocio, que volverse loco un
caballero andante con causa, ni grado ni gracias: el toque está en
desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que si en seco hago
esto ¿qué hiciera en mojado?» (Barcelona: Círculo de Lectores, vol.
I, p. 302).
Han escrito sobre asuntos estrechamente
relacionados con este pasaje del Quijote:
• Castro, Américo, «Cervantes y la Inquisición», en Hacia
Cervantes, Madrid: Taurus, 1967, 213-221.
• Descouzis [1972]: Descouzis, Paul Marcel, «C. y San Pablo, con la
iglesia hemos dado, Sancho (Q., 2.ª P., c. IX)», Anales
Cervantinos, XI (1972), pp. 33-57.
• López Navío, José, «Sobre la frase de la duquesa: “las obras de
caridad hechas floja y tibiamente”(DQ, II, 36)», Anales
Cervantinos, IX (1961-1962), 97-112.
• Márquez, A., «La Inquisición y Cervantes», Anthropos, 98-99
(1989), 56-58.
• Márquez, A.. Literatura e Inquisición en España, Madrid:
Taurus.
• Osterc, Ludovic. El “Quijote”, la Iglesia y la Inquisición,
México: UNAM, 1972.
• Ricard, Robert, «Cervantes et l’Inquisition Portugaise», Les
Lettres Romanes, 17 [2] 1963, 167-170.
• Ricard, Robert, «Sur deux phrases de Cervantes (Don Quichotte,
I, 7 et II, 36)», Les Lettres Romanes, 17 (1963), 159-167.
• Rodríguez Marín, F. «Cervantes y la Inquisición», en su ed. del
Quijote (Madrid, 1928), vol. VII, apéndice 31, 333-338. |
|
En el año en que celebramos el cuarto
centenario de la publicación de la Primera Parte del Quijote
(1605) hemos pensado que quizá esta breve nota pudiera ayudar
al entendimiento de un pasaje que siempre se ha comentado con
interrogantes. El texto se encuentra en el capítulo 36 de la
Segunda Parte (1615) y es de los escasos que la Inquisición
prohibió explícitamente.
Preguntó la duquesa a Sancho otro
día si había comenzado la tarea de la penitencia que había de
hacer por el desencanto de Dulcinea. Dijo que sí, y que aquella
noche se había dado cinco azotes. Preguntole la duquesa que con
qué se los había dado. Respondió que con la mano.
—Eso —replicó la duquesa— más
es darse de palmadas que de azotes. Yo tengo para mí que el
sabio Merlín no estará contento con tanta blandura: menester
será que el buen Sancho haga alguna diciplina de abrojos, o de
las de canelones, que se dejen sentir, porque la letra con
sangre entra, y no se ha de dar tan barata la libertad de una
tan gran señora como lo es Dulcinea, por tan poco precio; y
advierta Sancho que las obras de caridad que se hacen tibia y
flojamente no tienen mérito ni valen nada.
(Miguel de Cervantes, Don
Quijote de la Mancha, Barcelona: Galaxia Gutenberg – Círculo
de Lectores, 2004, I, 1015-1016)
El problema se localiza en la
última frase: «y advierta Sancho que las obras de caridad que
se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada».
En 1616, la edición valenciana de Patricio Mey la suprimió de
repente, sin que aparezca una prohibición expresa de la
Inquisición hasta 1632. Llegados a este año sí que el Índice
expurgatorio del Cardenal Zapata, en su página 905, manda
que se borre de todas las impresiones, pero sin aclarar por qué.
Algo sorprendido, Francisco Rodríguez Marín concluía un breve
estudio titulado «Cervantes y la Inquisición» confesando:
«no acierto a explicarme en qué pecó Cervantes para que
mandaran borrar en su libro un concepto que de San Pablo acá
viene corriendo como verdad palmaria» (p. 338). Así, el
artículo de Rodríguez Marín recopilaba una serie de afirmaciones
similares en la pluma de autores como Francisco de Osuna,
Bernardino de Laredo, Alonso de Orozco, Jerónimo Gracián, etc.,
referidas a la caridad cristiana y que no tuvieron problema
alguno con la censura inquisitorial. Pero Rodríguez Marín tuerce
un poco la mira, pues todas estas citas, como de hecho anota en
su conclusión, tienen que ver principalmente con la caridad
según la sentencia de San Pablo en la Carta a los Corintios
13.3: «et si distribuero in cibos pauperum omnes facultates
meas et si tradidero corpus meum ut ardeam caritatem autem non
habuero nihil mihi prodest» («Y si repartiere toda mi
hacienda y entregare mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad,
nada me aprovecha»). Es decir, apuntan a que las buenas
obras hechas sin la virtud teologal de la caridad no aprovechan
para la vida futura, y no tocan lo que nos parece el eje de la
afirmación de la duquesa cervantina: la reprobación de actuar en
cuestiones de praxis cristiana «tibia y flojamente».
Dejaremos aparte la cuestión de
la ironía de aplicar una sutileza teológica a los azotes que
Sancho ha de infligirse para desencantar a Dulcinea, aunque en
ello seguramente va todo el juego de Cervantes. En este punto
estamos de acuerdo con Américo Castro:
No creo que Cervantes tuviera
ninguna intención complicada al escribir la frase que tan
peligrosa juzgó el Santo Oficio; el que se encuentre en el
Quijote está, sin embargo, de acuerdo con el carácter íntimo y
antivulgar del cristianismo de Cervantes, con el hecho de su
predilección por el Apóstol San Pablo y con el abolengo
erasmista de su religiosidad. (Hacia Cervantes, 219)
Pero Américo Castro tampoco
puede dar más razón para esta prohibición que «la lejana sombra
del iluminismo se le aparecía al cardenal Zapata, y actuó
entonces con un celo que en 1632 nos parece algo retrospectivo»
(218-219). Sería una muestra más de las reticencias del
catolicismo hacia las interioridades de la conciencia
individual, en todo caso inferiores en valor a los hechos
externos y materiales, generadores de consenso público
inmediato. Así, la Inquisición habría visto en esa literalidad
redundante (como la utilizada ya en el famoso soneto al túmulo
de Felipe II en Sevilla), expuesta en una frase aceptable sin
resquicios por el dogma, una ironía que valía más eliminar.
Y, en efecto, podemos añadir
nosotros que la Sessio VII del Concilio de Trento
desarrolló explícitamente como centro de la fe cristiana la
necesidad de la acción, afirmando que la fe sin obras es
inválida y el solo deseo o voluntad que no pasa al acto no
sirve. Este punto parece ser motivo de constante reflexión por
parte de Cervantes. Está en la raíz de la construcción del
personaje mismo de don Quijote, por supuesto. Pero aparece a lo
largo de la obra (y también en La Galatea, III, f. 127).
Por poner un solo ejemplo, valga el del capítulo 50 de la
Primera Parte. Don Quijote, encerrado en la jaula pronuncia un
largo y hermoso discurso sobre la excelencia de los libros de
caballerías. Impedido como está, acaba lamentándose de que en
esa situación mal podrá llevar sus ideales y buenos propósitos a
la práctica; aunque acaba diciendo:
pienso, por el valor de mi brazo,
favoreciéndome el cielo y no me siendo contraria la fortuna, en
pocos días verme rey de algún reino, adonde pueda mostrar el
agradecimiento y liberalidad que mi pecho encierra. Que, mía fe,
señor, el pobre está inhabilitado de poder mostrar la virtud de
liberalidad con ninguno, aunque en sumo grado la posea, y el
agradecimiento que solo consiste en el deseo es cosa muerta,
como es muerta la fe sin obras... (626)
Es evidente la cita directa de
la segunda epístola de Santiago («...et fides sine operibus
mortua est» 17 y 26). Y la misma literalidad no oculta un germen
irónico y una intención que también —al igual que en el caso
anterior— podrían haber sido captados por la Inquisición. Máxime
si, como se señala en nota de la edición de Francisco Rico, el
contexto de la frase de don Quijote contradice la sentencia de
la Glossa ordinaria sobre II Corintios, IX, 7: «large
dat qui affectum largiendi habet, et si nihil habeat quod
largiri possit» (cit. Volumen Complementario, 418).
Entonces, ¿por qué la
Inquisición se ensañó solo con esta frase del Quijote II,
36?
Quizá podamos acercarnos a la solución si
pensamos que Cervantes, conocedor de los Adagia
erasmianos y, seguramente, lector de las Empresas morales
de Juan de Borja (cuya primera parte, recordemos, se publicó en
1581), tuvo en la memoria las concentradas palabras de este
último, que arrastran la rica tradición que hemos comentado
en nuestra Silva
1. A su lectura tenemos que remitimos para entender
cabalmente la intuición que aquí exponemos. El recuerdo que
parece tener Cervantes de la frase de Borja («es mucho peor, y
de mayor inconveniente, el proceder floja y tibiamente en lo que
se emprende que si del todo se dexasse de hacer») conduce, como
hemos visto en la mencionada Silva, directamente a un adagio
comentado por Erasmo en el mismo sentido de la dialéctica entre
voluntad y acción, del acometer las obras con decisión y no ser
tibios. Y así pudieron notarlo los lectores y censores de olfato
más fino.
Y ahora una última pregunta
sería ¿por qué, entonces, Borja fue perdonado por la censura? No
parece haber una respuesta fácil. Las Empresas morales, obra de
escasa difusión en 1581 pudieron pasar desapercibidas a la
Inquisición en su primera edición publicada en Praga, y estaban
en 1632 ya muy lejos, incluso para aplicarles aquel «celo
retrospectivo» del inquisidor Zapata. Y luego, en 1681, cuando
salió en Bruselas la segunda edición, no se percibirían con
tanta quisquillosidad tales minucias alrededor de los textos de
Erasmo.
En todo caso, creemos que la
evidente similitud de enunciación de los textos de Juan de Borja
y de Cervantes, no debe pasar inadvertida al anotador de la obra
cervantina.
|